Normalmente salgo al mundo y en sus calles me contagio de su odio, de su prisa, su tristeza, su arrogancia, de su orgullo, su soberbia, sus ideas, su petulancia.
No tardo en creer que soy alguien importante y que es valiosa mi opinión, que me merezco lo que ofrecen los anuncios, que votar vale la pena.
Al dar la vuelta en la esquina me detengo unos segundos y miro cómo he crecido.
¿Para tan malas influenzas habrá un buen antiviral?
Mucho es lo que nos afecta en la vida cotidiana pero hoy se señala sólo a un demonio en especial, execrable tema obsesivo de trivial conversación para charlar con la boca tapada.
Epidemia tautológica que nada tiene que ver con esta seca garganta, con esta tos que no limpia, con estos mocos rojizos, aferrados y con este inocente estornudo que rechazan los transeúntes con fúnebre indignación.
Los que trabajan de jefes de clanes, tribus y hordas, con toda su buena fe (¿inconsciencia es buena fe?) quieren devolver la infausta realidad a la regularidad, la paz, la normalidad.
La realidad no se deja.
Ya el planeta está irritado.
Se sacude, se rasca el lomo.
Ya tiene gente de más.
Teístas empedernidos, pensamos que es un castigo a nuestra obtusa impiedad.
Y me río de esas sesudas teorías que culpan del tifo y de tanta paranoia a Bush, a Pinky, Cerebro y a varios genios del mal, viscosones que se han hecho dueños de las monetarias riendas del sobado mundo.
Los intelectuales, chico, ¡ah, qué inocentes que son!
¡Y la colectividad, qué tierna, que va con sus mascarillas sobre la blanda conciencia, infectándose de radio, de periódicos, de cine, de escuela y televisión!
Y esta incapacidad humana de estarse tranquilos, quietos, sin hablar, sin aspavientos, dentro de una habitación.
Esta necedad de querer saber, querer estar informado, de uniformarse a través de lo que dice el vecino, de llenarse de opiniones, propias, ajenas, da igual.
Mientras ando por el bosque me doy cuenta que los árboles no se enteraron del chisme.
Que la vida sigue igual, pero que nosotros no.
Hoy estamos asustados.
Lo extraño es que no es mentira, que hay ahora en alguna cama alguien que se siente mal; los pulmones lacerados, sin aliento, rindiéndose en pleuresía. Tiene ulcerada la tráquea, estragos del diplococo, en una y doscientas camas, en quinientas, en tres mil.
Del mismo y distintos virus.
Del mismo y distinto mal.
Héroe anónimo.
Una cifra para emitir otra nota.
Su nombre no nos importa, mártir de una tarde ignota que libró cruenta batalla por una causa sin dueño.
Y hay en algún cuerpo humano un virus nuevo y extraño que se debate entre morir y seguir muriendo. Un fármaco cala sus fuerzas y está acabando con él.
No importa eso.
Lo alarmante es que está en peligro el gran rey de la creación.
¿Y yo, soy también mis bichos, mis microbios, mis afectos, mis efectos, mis defectos, mis infecciones, mis virus, mis hilos, mis ilusiones?
¿O por qué les llamo mis?
Entre lo mío no figuran los pechos ni la cintura de aquella Miss Universo.
Luego, esa miss no es de mis.
Sin embargo somos todos parte de un universo y, ahora, mientras esto escribo toso, estornudo y muero, quiero, me consumo, hiero y muero cada instante y otra vez no soy el mismo.
Entre el que vivo y me muero se extiende todo un abismo, el que sabe y el que ignora, el que se está defendiendo, el inmortal, el fugaz, el duro, el perecedero, el que se está divirtiendo, el que no se va a rajar, el embustero que vendo y el mismo que nunca fui.
El final se va acercando.
La influenza influye en mi vida y la muerte influye en mí.
Oscar Franco